A veces me pregunto por qué mi vida fue tan difícil. Las experiencias que viví me marcaron profundamente. Recuerdo a mi madre desvanecerse y cómo la llevaron en ambulancia para nunca volver. No la recuerdo mucho, pero los pocos recuerdos que tengo trato de mantenerlos vivos. A partir de ese momento, caí en una tristeza profunda, pero mi profesora no lo comprendía, y mis compañeras eran crueles. Tenía apenas cinco años cuando me sacaron del colegio, para regresar al año siguiente.
Mi padre tomaba los fines de semana, y cualquier cosa que yo decía era motivo para que me castigara con golpes. Mis notas no me importaban, pero él siempre decía que era rebelde o floja. Los golpes a menudo eran muy dolorosos, pero me aguantaba sin llorar; no quería que me viera débil. Mi tío Juan me protegía, pero mi papá era tan egoísta que no permitió que fuera a vivir con él. Durante los veranos en casa de mi tío, era feliz, y mis notas mejoraban, pero los fines de semana regresaba a la realidad de mi casa, donde siempre encontraba a mi padre borracho o de fiesta.
Afortunadamente, mi hermana mayor siempre nos protegía. Creo que incluso mi madre nos cuidaba de alguna forma. Pero, ¿quién cuidaba de mi hermana mayor?
Mi padre tenía muchas novias, y a veces no respetaba la casa, hasta que llegó Ruth, una joven de 22 años, estudiante de educación. Mi papá tenía 37. Al principio, no me caía bien porque mi padre era autoritario y quería que la aceptáramos a la fuerza. Para mí, mi madre era única. Cuando se casaron, dejé de hablarle a Ruth. Un día me preguntó por qué estaba muda, y le respondí: “Tú no eres mi madre”. Desde entonces, le hice la guerra.
Un día, me jaló del brazo, y aproveché para decirle a mi padre que me había pegado. Sorprendentemente, él me dio mi lugar por primera vez y la echó de la casa. Sin embargo, al mes, su hermana la trajo de vuelta, diciendo que ahora que se había casado, tenía que aguantar. Con el tiempo, Ruth empezó a ganarse mi cariño. Se preocupaba por mí, me escuchaba, y hasta me prometió un piano si mejoraba mis notas. Con su apoyo, mis calificaciones subieron de forma sorprendente, y por primera vez me sentí capaz de lograr cosas.
Lamentablemente, tres meses después, Ruth falleció debido a una mala práctica médica. Sentí que el mundo se me acababa. La soledad volvió a invadirme, y la tristeza me dominaba de nuevo. Mi padre también se volvió a su amargura y sus vicios, y así continuó mi vida.
A lo largo de mi infancia, lidié con su violencia, golpes, aveces iba al colegio con ojo morado, boca hinchada o todo mi cuerpo con moretones que trataba de que nadie se diera cuenta que me dolia y tambien palabras hirientes. Llegué a odiar mi casa. Mi refugio eran las caminatas por el patio del colegio y la paz de la capilla. Con el tiempo, me convertí en alguien más solitaria, desconfiada y rebelde. Mi miedo a perder a mis hermanas también me llevó a tratarlas mal, como una manera equivocada de protegerlas.
En secundaria, las cosas empeoraron hasta que una monjita, Sor Isabel, se dio cuenta de mi dolor. Me ofreció un abrazo y me permitió llorar, algo que yo creía que era una debilidad. Con su ayuda, empecé a entender que no era mala ni débil, simplemente estaba herida.
Durante esos años, seguí enfrentando el desprecio de mi padre. Cada golpe que me daba no solo me lastimaba físicamente, sino que aumentaba el dolor emocional que ya cargaba. Sin embargo, en un momento me armé de valor y, tras una última golpiza, lo confronté. Le dije que ya no me dolían sus golpes y que si me volvía a pegar, lo denunciaría.
Con el tiempo, mi padre perdió su trabajo y empezó a depender económicamente de mi hermana mayor. Aunque ya no bebía como antes, su actitud hacia mí seguía siendo de rechazo. Nunca dejó de herirme con palabras.
Finalmente, logré salir adelante por mi cuenta. Aunque no ingresé a la universidad en mi primer intento, con el apoyo de mi tío y mi tía, seguí estudiando. Mi padre nunca aportó a mis estudios, y eso, de alguna manera, me dio fuerzas para demostrarme a mí misma que podía lograr las cosas sin su ayuda.
Algunos años después, me enfrenté a otros retos, como un intento de violación mientras hacía fisioterapia en un hospital. Eso me dejó otro trauma, pero con el tiempo comprendí que no era mi culpa. Mi padre nunca sanó sus propias heridas, y lamentablemente, me pasó a mí su dolor.
A pesar de todo, sigo aquí. A veces me cuesta confiar en los demás o aceptar el cariño de otros. Siento que siempre buscan algo de mí, como si solo quisieran aprovecharse. Pero estoy aprendiendo, poco a poco, a liberarme de la carga emocional que he llevado durante tantos años.
Algo que realmente me sorprendió y me hizo sentir valorada fue cuando me escogieron como madrina de alguien que apenas conocía. Sin saber mucho de mí, alguien vio en mí algo digno de cariño y confianza. Acepté, pero a la vez surgieron muchas dudas dentro de mí. ¿Realmente esta persona me quiere en su vida, o siente pena por mí? ¿Cómo puedo estar segura de que lo que siente es genuino? A veces, me pregunto si soy solo una figura simbólica, si mi elección fue por compromiso o si realmente valgo algo para ella.
Algunas personas me dijeron que me estaban utilizando, que todo era por interés, lo cual avivó aún más mis inseguridades. Pero a pesar de esas voces y de mis propias dudas, decidí no fallarle. Si alguien me había escogido, fuera por la razón que fuera, me dije a mí misma que no podía dejarla sola. Aún así, la duda persiste: ¿me querrá de verdad, por lo que soy, o solo me tiene cerca por lástima? Me cuesta distinguir cuándo el afecto que recibo es genuino, y cuándo es por obligación o por pena.
Hay días en que me pregunto cómo puedo saber si me quiere de verdad. ¿Es porque soy especial para ella o simplemente porque represento una figura que ella necesitaba en ese momento? Estas preguntas siguen acompañándome, y aunque no tengo todas las respuestas, trato de hacer las cosas bien y estar para ella, tal como me hubiera gustado que otros estuvieran para mí.
Ahora, quiero hacer lo que deseo con el tiempo que me queda. No se si es mucho o poco solo sé que estoy decidida a vivir por mí y a liberarme de la mochila que me pusieron en la espalda desde pequeña
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